viernes, 10 de diciembre de 2010

Independiente, mi viejo y yo

Independiente, mi viejo y yo

de Eduardo Sacheri

“Mirá que esta noche es el partido”, me dijo él.
Hizo bien porque uno, a los cinco años, no tiene una conciencia cabal de la periodización del tiempo. Como mucho distingue el sábado y el domingo, porque esos días no hay que ir al jardín, y papá se queda en casa a jugar con uno. Pero con los otros días y las otras noches, la cosa se complica. Por eso sin la advertencia de papá, hecha con el beso de recién llegado del atardecer, yo habría pasado por alto la infinita importancia de esa noche.
Los preparativos fueron los de siempre. Mientras él encendía el Stromberg-Carlson con suficiente antelación para darle tiempo a las válvulas, yo le pedí a mamá la ropa apropiada para el evento. Primero se negó a lo del pantaloncito corto, aduciendo que era invierno y que hacía mucho frío. Yo argüí hasta el cansancio que los jugadores juegan con pantalones cortos, y al aire libre. Una salomónica intervención de papá desempantanó por fin el pleito: con pantalón corto, pero sentado cerca de la estufa de kerosene del comedor. Después me puse la camiseta roja con el cuellito blanco, con el once de cuero cosido en la espalda, igualito que Daniel Bertoni. Papá, mientras tanto, iba trayendo la colección de trapos rojos que colgábamos a modo de banderas. Había pañuelos, una frazada, un pulóver, un par de camisas chillonas. La lámpara de pie, el timón de barco que adornaba la pared, varias de las sillas, todos terminaron ocultos en nuestro rito ornamental y futbolero.
Cuando llegué, rigurosamente ataviado con los colores reglamentarios, me llené los ojos de banderas rojas. Lo único que nos faltaba era el viento para que flamearan, como en la cancha.
Papá se negaba, pese a mis acaloradas argumentaciones, a vestir también el atuendo correspondiente. Nada de camiseta. Y mucho menos de pantalones cortos. A mi me parecía un desperdicio, con tanto trapo rojo disponible y tan a mano. Pero él prefería verlo con su bata de siempre, calzado con sus chinelas ruidosas, con el paquete de Kent y el cenicero, pobrecito, para fumarse los nervios uno por uno.
Mientras daban las últimas propagandas, y antes del aviso de “minuto cero del primer tiempo, es tiempo para una ginebra Bols” (o cosa por el estilo) que marcaba la hora señalada, papá se sintió en la obligación de preservarme de desilusiones demasiado abruptas. Me miró como me miraba siempre que tenía algo importante que decirme, con una mezcla de solemnidad y de ternura, con un bosquejo de sonrisa iluminándole los ojos. “Mirá, tipito –empezó, porque él me llamaba de esa manera cuando teníamos que aclarar cosas importantes-, que la cosa viene difícil.” Y volvió a enumerarme todas las dificultades que nos esperaban en esa noche de invierno. Que ellos habían ganado en Brasil, que nos habían pegado un peludo bárbaro, que no sólo teníamos que ganar, sino que debíamos hacerlo por no se qué diferencia de gol. Pero para mi sus argumentos sonaban confusos. ¿Acaso él mismo no me había dicho que Independiente era el Rey de Copas, que la Copa, la Copa se mira y no se toca, que los brasileños nos tenían un miedo descomunal, y que en Avellaneda y de noche se morían de frío, y no podían ni levantar las patas del pasto? El trató de convencerme de que, pese a la absoluta veracidad de lo dicho en otras ocasiones, esta noche las cosas iban a ser muy difíciles y peliagudas. De todos modos, nos entonamos cantando un par de veces el “si, si señores, yo soy del Rojo”, y algún otro estribillo para ir matando el tiempo.
Cuando finalmente se acabaron las propagandas, papá encendió la radio Phillips, con su estuche de cuero, que debía ser la primera portátil de Sudamérica (y la teníamos en casa). Le bajó el volumen a la tele: ambos sabíamos que los relatores de radio son mejores que los otros.
Cada uno ocupó su sitio de siempre. El en la cabecera de la mesa, y yo sobre el arcón de mirar la tele. Acercó la estufa de kerosene de ese lado para cumplir lo pactado en cuanto a temperatura corporal con la madre del win izquierdo en el bolsillo.
Pero la carne es débil. No importa cuánta preocupación ocupe nuestro pensamiento, ni cuánta angustia agobie nuestro espíritu. Uno siempre termina teniendo hambre, o teniendo sueño, y sucumbiendo a esas necesidades poco altruistas. Empecé a cabecear apenas empezado ese partido inolvidable. Mamá me dijo varias veces que me fuera a la cama. Pero yo seguía ahí, impertérrito, sentado en el arcón, con las patas colgando y pateando en el aire como si estuviese en plena cancha en los escasos momentos de lucidez que tenía en medio de mi mar de sueño. Papá esperó un rato y después me dijo que me fuera, que me quedara tranquilo. Yo protesté que de ninguna manera, que teníamos que seguir ahí los dos, haciendo fuerza con los cantitos y las banderas. El me dijo con aire confiado que no hacía falta, que igual sin mí íbamos a salir campeones, que me quedara tranquilo, que los teníamos de hijos. Ante semejante desparramo de confianza le hice caso y me dormí.
A la mañana siguiente mamá me despertó para ir al jardín. Embotado de sueño me dejé vestir, abrigar y conducir a la cocina a tomar la leche. Después ella me sentó en el sillón del living para atarme los cordones, como hacía siempre mientras esperábamos que pasara el micro. Apenas me despabilé un poco recordé la noche de la víspera, y me desesperé preguntándole el resultado del partido. A la luz del día, y después de un sueño reparador, mi deserción de la noche me parecía imperdonable. Ella me miró y dijo no saberlo. Le pregunté por papá, y respondió que aún no se había levantado.
Han pasado veinticinco años, pero aunque pasen sesenta voy a recordarlo como si hubiese sucedido hoy. La casa estaba iluminada por uno de esos soles oblicuos y tibios del invierno. Yo tenía el guardapolvo cuadrillé lila y blanco, y la bolsita en el regazo, bien agarrada a la diestra, para no olvidármela (otras veces me había pasado, y me había quedado sin el Jorgito de dulce de leche y sin la taza de plástico para el mate cocido; así que ahora la cuidaba más que a mi vida).
De repente oí abrirse la puerta del dormitorio. Y enseguida escuché el clásico arrastrar de las chinelas en el parquet del pasillo. El corazón me dio un vuelco. Lo llamé a los gritos. Entró a las carcajadas, preguntándome el motivo de mi ansiedad. Yo lo interrogué por el resultado, ya totalmente despierto, ya absolutamente pendiente de lo que dijeran sus labios, ya indiferente a mamá terminando de atarme los cordones. El se acercó, se inclinó, me dio un beso de buenos días, y se me quedó mirando con expresión jubilosa. Recién cuando volví a preguntarle me dijo que sí, que claro, que habíamos salido Campeones de nuevo, y que no me olvidara en el jardín de decirle a todo el mundo que Independiente había vuelto a salir Campeón de América.
Yo, aún en medio de mi alegría, me hice el tiempo de preguntarle cómo habíamos hecho, si él me había dicho que era muy difícil, que en Brasil nos habían dado un baile bárbaro, que teníamos que hacerles como tres goles, que en el Campeonato de acá andábamos como la mona. El me miró risueño, y sembró una semilla más en el fértil potrero de mis sueños de pibe. “Pero, tipito –empezó, como enunciando una verdad ya reiterada hasta el cansancio-, ¿no te dije que los brasileños ven la camiseta del Rojo y se asustan tanto que no pueden ni mover las patas? ¿No te dije que, con el frío, se quieren volver a su casa a comer bananas para entrar en calor? Por eso te dejé dormir. Porque era tan fácil que nos las rebuscamos sin tu aliento.” Y en medio de mi maravilla impávida, terminó: “Menos mal que te dormiste. Imagináte si te quedás despierto y gritás conmigo: les hacemos veinte goles y no quieren venir a jugar nunca más, y nos quedamos sin nadie a quien ganarle la copa”. Después me levantó en brazos y cantamos “la copa, la copa, se mira y no se toca”, y dimos la vuelta olímpica a los saltos, por toda la casa. Vino el micro y me fui al jardín de infantes.
Supongo que ésos son los recuerdos que se le meten a uno en los recovecos del corazón, y echan cría y se nutren de su propio néctar, y nos marcan para toda la vida. Por lo menos así ocurrió conmigo.
Y no me avergüenza reconocer que ahora, ya grande, cuando tengo un problema que me agobia, o cuando me toca sufrir por radio y por televisión un partido de Independiente y me como los codos por la ansiedad y la angustia (la vida me enseñó lo inconveniente que puede resultar fumarse los nervios), siento un impulso difícil de dominar, una tentación casi irresistible que me invita a irme a dormir, a abrigarme en la certeza de que mientras yo sueño, mi papá e Independiente, como duendes laboriosos, van a arreglarme el mundo para que yo lo encuentre refulgente en la mañana
Y queda en mí el mandato inexorable que dictan las fidelidades eternas. Cuando Independiente gana un Campeonato –al fin y al cabo, Dios y sus milagros evidentemente existen- lo primero que hago, en la cancha o en mi casa, es levantar los brazos y los ojos hacia el cielo, abrazándolo a mi viejo a través de todos los rigores del destino, y por encima de todas las traiciones de la muerte.
Lo que pasa es que tratándose del Rojo, de mi viejo y de mí, hay veces que la muerte es una señora que nos tiene un miedo bárbaro. Una vieja podrida a la que, de locales en Avellaneda, le tiramos la camiseta y podemos, de vez en cuando, llenarle la canasta.
Todavía me acuerdo de ese número once de cuero blanco, cosido en la camiseta como el de Bertoni.
Pero ahora también veo, cuando me fijo con suficiente atención, que mi viejo también lleva lo suyo.
Lo tiene ahí, en la espalda, justo a la altura del nacimiento de las alas: un diez de cuero blanco, igualito igualito al de Bochini.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Noche especial

Por alguna extraña razón mañana va a ser un día distinto. No porque ya voy a ser un profesional matriculado. Sino algo mucho mas trivial como que mañana juega el rojo. Por esta pavada vas a callar ese sano silencio que mantenías en este blog? con mucha razón se preguntaran. Y si, lamentablemente escribir acá es mas barato que mi psicólogo.
Pero mañana lo que va a hacer especial ir a ver el partido es que voy a ir con mi viejo y con uno de mis hermanos. Quizás esté sensible, quizás me estoy poniendo viejo(?) no lo se. Pero de solo pensarlo me emociono (poquito, recuerden que los machos machos no lloramos). Pensar que mañana vamos a transitar juntos calle Italia yendo a la cancha de los vecinos (porque un cobarde, un imbécil, revoleo en nuestra cancha una piedra al arquero contrario) junto con otras almas rojas, llenos de esperanza, para estar ahí y alentar al equipo y ver fútbol (esperemos...) me pone como mínimo ansioso.
Rememorar épocas pasadas (cuanto tiempo? cuantos años?) de caminar esas calles pobladas de galpones y depósitos, cuando eramos muy chiquitos, sabiendo que íbamos a ver al equipo. A nuestro equipo, al equipo nuestro y de papa. El equipo que habíamos heredado, con orgullo por cierto, con las camisetas puestas, alguna bandera en la punta de un palo lista para ser enarbolada con orgullo.
Muchas cosas me emocionan. Pero el recuerdo de esos momentos hoy están a flor de piel. Quizás se deba a que el tiempo llevo a que ahora me encuentre en la vida siendo padre y espere con ansias el día que pueda llevar a mi hija a la cancha, en hombros, con la camiseta roja puesta, alguna bandera, algún gorro... pero el mismo sentimiento.
El resultado del partido de mañana sera anecdótico. Lo importante mas allá de lo que ocurra en la cancha, por lo menos para mi, empezó hoy. Y continuara, como la vida misma...


Sean felices!!!


Ele ele

martes, 17 de agosto de 2010

Lunes, otra vez...

Los lunes son días difíciles. Difíciles en todas la etapas de nuestra vida. Desde niños los lunes son el sinónimo de mala onda, de volver al colegio, de levantarse temprano, de recordar tareas no hechas con anterioridad. Ni hablar si nos toca un examen en la primera hora. En el colegio y la universidad se repite lo mismo, con la diferencia que en la universidad ya pasamos sin dormir el fin de semana por estudiar por ese examen.
En la etapa laboral si bien ya no tenemos (en la mayoría de las ocasiones) esa presión, el lunes es el día que pasan las cosas sin planificación. El lunes cae una inspección, el lunes nos piden una presentación, el lunes… el lunes hay que arrancar, y eso cuesta, a veces, mucho. El lunes de seguro se traba la fotocopiadora y el lunes el técnico, obviamente, estará de franco o con demasiadas pocas pilas para venir con la celeridad que necesitamos. Es el día donde nos damos cuenta que ya es hora de visitar al nuestro amigo el peluquero pero, casualmente, este es el día que Don Nino® cierra la peluquería.
El lunes es el día de soportar a nuestro compañero de trabajo con sus anécdotas poco creíbles acerca de las hazañas que realizó el fin de semana. Es el día que empezamos la semana laboral desde muy abajo y el camino se vislumbra por demás empinado y difícil.
El lunes es un día de por si pesimista, es un día “gris”. Y no voy a mencionar las cosas que ocurren si justo el lunes arranca con lluvia y frio… Uf! No nos adentremos en esas aguas que recién comí y no me dejan.
Lo mejor del lunes sin dudas… es que después, el resto de la semana, es un tobogán hacia un nuevo fin de semana. 

lunes, 9 de agosto de 2010

Definitivamente esto es escombro de volquete

rojo yo te persigooo vo so la sangre q a mi me mantiene vivoooo
cada domingooo te vengo a veeer no importa si perdes igual voy a volveeeee
PARA GRITAR CON EL ALMAAAAA QUE TE QUIERO DE VERDAAAAA
Y QUE PASE LO QUE PASEEEE NUNCA TE VOYA DEJAAAAA!!!!


Instrucciones de lectura:
1- Léase con sonido de bombos, bombas de estruendo y vuvuzelas(?) de fondo.
2- Imagínese lluvias de papelitos, bengalas de humo rojo y rollitos de papel cayendo cerca de nuestras cabezas a velocidades peligrosamente ...altas.
3- Respírese profundamente y tosa, resultado de inhalar el humo de las ya antes mencionadas bengalas y humo del porro que está fumando el tipo de atrás.

domingo, 27 de junio de 2010

Pancho Ibañez tenía razón.

Maldita alergia. No hay un día primaveral que no me de alergia. Aprovechando el glorioso dia decidimos salir de paseo familiar a Palermo Soho. Asi que subimos al auto la bebe, el cochecito y algunos bartulos mas y partimos. Palermo. Lugar pintorezco, bohemio, turístico y por que no familiar. Porque podrán vendértelo como lugar chic, lugar exclusivo (un poco si) pero Palermo es un barrio familiar. Con sus parques, sus plazas. Mucha gente linda (gente como uno) muchos famosos. Bah, solo el Sr MP (Gordo Palacios) con Martin Arevalo, ambos respetadísimos periodistas deportivos. Mucho sol, mucho verde, mucha vida... y yo con esta alergia.

Cuando tomaba actimel esto no pasaba! podría gritar a los cuatro vientos... pero prefiero mantener la compostura en público y secretamente prometo agregar el alimento fermentado a mi lista de supermercado y hacerle caso al Sr. Pancho Ibañez.

-Que linda esa bebe! dice al pasar una señora mayor (una vieja bah!). -La hice yo! respondo galantemente.

Aaaaatchus! mierrrr... otra vez un ataque. Esto tiene q terminar algún día...

-Mira ese bebe! una señora un poco menos mayor que la anterior. -Si, si, costo hacerla, le digo socarronamente.

Mientras por la calle la gente sigue pasando como un tren de carga que nunca acaba(?). Gente de todo tipo, gente bien, gente no tan como uno (emmm nos fuimos a la banquina), pseudos punks, gays declarados, gente policía, gente mentirosa, gente de mierda y gente q no.

-Ay Marta! Mira q lindo bebe! ( esbozo una mueca símil sonrisa de protocolar como respuesta).

Volviendo a los gays. No es que tenga algún tipo de obsesión con ellos ( o sí?) pero me llamo particularmente la abundancia de esta gente (toc toc aquí! dentro del placard!). Hoy en día es normal verlos por zonas como Palermo, San Telmo, Puerto Madero. Alguna vez escuche a un humorista televisivo decir: ayer ser gay era una vergüenza, hoy es normal y mañana va a ser una obligación! Micky Vainilla, filósofo contemporáneo, diría: “-Yo no discrimino, como discriminar a gente que es enfermita? soy muy tolerante y open mind, si, mientras se mantengan alejados de mi barrio”.

-Mili! mira! que linda beba! es suya? –No, me la robé. Mire señora… No me joda si?

Cambio de escenario. El paseo nos lleva a subirnos al auto y movernos. Nos trasladamos al Barrio de Belgrano. Puntualmente al Barrio chino. Por qué todas las ciudades q se jactan de cosmopolitas tienen un barrio chino? O sea, nunca hablamos del barrio peruano o del barrio venezolano (en este momento un amigo mío debe estar entonando: en el barrio de la boca son todos unos....) . Para mi es puro marketing de Macri... O sea, aunque sean dos o tres cuadras siempre encontramos un barrio chino en cualquier ciudad. Sobre todo en las ciudades chinas (cuak!). Sobre eso tengo una duda: en Beijing habrá un barrio argentino?
Otra cosa, si en todos los barrios hay más de un supermercado chino. Por qué en el barrio chino hay solo supermercados chinos? Ok, las preguntontas las dejo por hoy.

-Señol! muy lendo sua bebe. -Señora, váyase a la mierrrda!
(Pobre china, la ligo al final)

Aaa...aaa...aaatchus!

Elele

Me caí del mundo y no sé por dónde se entra. Eduardo Galeano.

Me caí del mundo y no sé por dónde se entra. (Para mayores de 30)
Eduardo Galeano, periodista y escritor uruguayo

Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo un poco..
No hace tanto, con mi mujer, lavábamos los pañales de los críos, los colgábamos en la cuerda junto a otra ropita, los planchábamos, los doblábamos y los preparábamos para que los volvieran a ensuciar.
Y ellos, nuestros nenes, apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos se encargaron de tirar todo por la borda, incluyendo los pañales.
¡Se entregaron inescrupulosamente a los desechables! Si, ya lo sé. A nuestra generación siempre le costó botar. ¡Ni los desechos nos resultaron muy desechables! Y así anduvimos por las calles guardando los mocos en el pañuelo de tela del bolsillo.
¡¡¡Nooo!!! Yo no digo que eso era mejor. Lo que digo es que en algún momento me distraje, me caí del mundo y ahora no sé por dónde se entra. Lo más probable es que lo de ahora esté bien, eso no lo discuto. Lo que pasa es que no consigo cambiar el equipo de música una vez por año, el celular cada tres meses o el monitor de la computadora todas las navidades.
¡Guardo los vasos desechables!
¡Lavo los guantes de látex que eran para usar una sola vez!
¡Los cubiertos de plástico conviven con los de acero inoxidable en el cajón de los cubiertos!
Es que vengo de un tiempo en el que las cosas se compraban para toda la vida!
¡Es más!
¡Se compraban para la vida de los que venían después!
La gente heredaba relojes de pared, juegos de copas, vajillas y hasta palanganas de loza.
Y resulta que en nuestro no tan largo matrimonio, hemos tenido más cocinas que las que había en todo el barrio en mi infancia y hemos cambiado de refrigerador tres veces.
¡¡Nos están fastidiando!! ¡¡Yo los descubrí!! ¡¡Lo hacen adrede!! Todo se rompe, se gasta, se oxida, se quiebra o se consume al poco tiempo para que tengamos que cambiarlo. Nada se repara. Lo obsoleto es de fábrica.
¿Dónde están los zapateros arreglando las media-suelas de los tenis Nike?
¿Alguien ha visto a algún colchonero escardando colchones casa por casa?
¿Quién arregla los cuchillos eléctricos? ¿El afilador o el electricista?
¿Habrá teflón para los hojalateros o asientos de aviones para los talabarteros?
Todo se tira, todo se desecha y, mientras tanto, producimos más y más y más basura.
El otro día leí que se produjo más basura en los últimos 40 años que en toda la historia de la humanidad.
El que tenga menos de 30 años no va a creer esto: ¡¡Cuando yo era niño por mi casa no pasaba el que recogía la basura!!
¡¡Lo juro!! ¡Y tengo menos de... años!
Todos los desechos eran orgánicos e iban a parar al gallinero, a los patos o a los conejos (y no estoy hablando del siglo XVII)
No existía el plástico ni el nylon. La goma sólo la veíamos en las ruedas de los autos y las que no estaban rodando las quemábamos en la Fiesta de San Juan.
Los pocos desechos que no se comían los animales, servían de abono o se quemaban. De "por ahí" vengo yo. Y no es que haya sido mejor... Es que no es fácil para un pobre tipo al que lo educaron con el "guarde y guarde que alguna vez puede servir para algo", pasarse al “compre y bote que ya se viene el modelo nuevo”. Hay que cambiar el auto cada 3 años como máximo, porque si no, eres un arruinado. Así el coche que tenés esté en buen estado. Y hay que vivir endeudado eternamente para pagar el nuevo!!!! Pero por Dios.

Mi cabeza no resiste tanto.

Ahora mis parientes y los hijos de mis amigos no sólo cambian de celular una vez por semana, sino que, además, cambian el número, la dirección electrónica y hasta la dirección real.
Y a mí me prepararon para vivir con el mismo número, la misma mujer, la misma casa y el mismo nombre (y vaya si era un nombre como para cambiarlo) Me educaron para guardar todo. ¡¡¡Toooodo!!! Lo que servía y lo que no. Porque algún día las cosas podían volver a servir. Le dábamos crédito a todo.
Si, ya lo sé, tuvimos un gran problema: nunca nos explicaron qué cosas nos podían servir y qué cosas no. Y en el afán de guardar (porque éramos de hacer caso) guardamos hasta el ombligo de nuestro primer hijo, el diente del segundo, las carpetas del jardín de infantes y no sé cómo no guardamos la primera caquita. ¿Cómo quieren que entienda a esa gente que se desprende de su celular a los pocos meses de comprarlo?
¿Será que cuando las cosas se consiguen fácilmente, no se valoran y se vuelven desechables con la misma facilidad con la que se consiguieron?

En casa teníamos un mueble con cuatro cajones. El primer cajón era para los manteles y los repasadores, el segundo para los cubiertos y el tercero y el cuarto para todo lo que no fuera mantel ni cubierto. Y guardábamos... . ¡¡Cómo guardábamos!! ¡¡Tooooodo lo guardábamos!! ¡¡Guardábamos las tapas de los refrescos!! ¡¿Cómo para qué?! Hacíamos limpia-calzados para poner delante de la puerta para quitarnos el barro. Dobladas y enganchadas a una piola se convertían en cortinas para los bares. Al terminar las clases le sacábamos el corcho, las martillábamos y las clavábamos en una tablita para hacer los instrumentos para la fiesta de fin de año de la escuela. ¡Tooodo guardábamos!

Cuando el mundo se exprimía el cerebro para inventar encendedores que se tiraban al terminar su ciclo, inventábamos la recarga de los encendedores descartables. Y las Gillette -hasta partidas a la mitad- se convertían en sacapuntas por todo el ciclo escolar. Y nuestros cajones guardaban las llavecitas de las latas de sardinas o del corned-beef, por las dudas que alguna lata viniera sin su llave. ¡Y las pilas! Las pilas de las primeras Spica pasaban del congelador al techo de la casa. Porque no sabíamos bien si había que darles calor o frío para que vivieran un poco más. No nos resignábamos a que se terminara su vida útil, no podíamos creer que algo viviera menos que un jazmín.

Las cosas no eran desechables. Eran guardables. ¡¡¡Los diarios!!! Servían para todo: para hacer plantillas para las botas de goma, para pone r en el piso los días de lluvia y por sobre todas las cosas para envolver. ¡¡¡Las veces que nos enterábamos de algún resultado leyendo el diario pegado al trozo de carne!!!
Y guardábamos el papel plateado de los chocolates y de los cigarros para hacer guías de pinitos de navidad y las páginas del almanaque para hacer cuadros y los goteros de las medicinas por si algún medicamento no traía el cuentagotas y los fósforos usados porque podíamos prender una hornalla de la Volcán desde la otra que estaba prendida y las cajas de zapatos que se convirtieron en los primeros álbumes de fotos y los mazos de naipes se reutilizaban aunque faltara alguna, con la inscripción a mano en una sota de espada que decía "éste es un 4 de bastos".
Los cajones guardaban pedazos izquierdos de pinzas de ropa y el ganchito de metal. Al tiempo albergaban sólo pedazos derechos que esperaban a su otra mitad para convertirse otra vez en una pinza completa.
Yo sé lo que nos pasaba: nos costaba mucho declarar la muerte de nuestros objetos. Así como hoy las nuevas generaciones deciden "matarlos" apenas aparentan dejar de servir, aquellos tiempos eran de no declarar muerto a nada: ¡¡¡ni a Walt Disney!!!
Y cuando nos vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en base y nos dijeron: "Cómase el helado y después tire la copita", nosotros dijimos que sí, pero, ¡¡¡minga que la íbamos a tirar!!! Las pusimos a vivir en el estante de los vasos y de las copas. Las latas de arvejas y de duraznos se volvieron macetas y hasta teléfonos. Las primeras botellas de plástico se transformaron en adornos de dudosa belleza. Las hueveras se convirtieron en depósitos de acuarelas, las tapas de botellones en ceniceros, las primeras latas de cerveza en portalápices y los corchos esperaron encontrarse con una botella.

Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que preservábamos. ¡¡¡Ah!!! ¡¡¡No lo voy a hacer!!! Me muero por decir que hoy no sólo los electrodomésticos son desechables; que también el matrimonio y hasta la amistad son descartables.

Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas. Me muerdo para no hablar de la identidad que se va perdiendo, de la memoria colectiva que se va tirando, del pasado efímero. No lo voy a hacer. No voy a mezclar los temas, no voy a decir que a lo perenne lo han vuelto caduco y a lo caduco lo hicieron perenne. No voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte apenas empiezan a fallar en sus funciones, que los cónyuges se cambian por modelos más nuevos, que a las personas que les falta alguna función se les discrimina o que valoran más a los lindos, con brillo, pegatina en el cabello y glamour.

Esto sólo es una crónica que habla de pañales y de celulares. De lo contrario, si mezcláramos las cosas, tendría que plantearme seriamente entregar a la "bruja" como parte de pago de una señora con menos kilómetros y alguna función nueva. Pero yo soy lento para transitar este mundo de la reposición y corro el riesgo de que la "bruja" me gane de mano y sea yo el entregado.

Eduardo Galeano